La Cura del Bienestar

La Cura del Bienestar

La más hiriente enfermedad del hombre moderno radica en su inútil y desesperada necesidad de una cura, aun cuando no necesita ninguna —o al menos no una cura física— para aliviar el desencanto de la vida y rellenar los huecos que parecen hervir con el estrés del trabajo, la ambición desmedida y la soledad creciente.

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Gore Verbinski, afamado director Hollywoodense, nos regala una magnífica cura a todos los amantes del género de terror que adolecíamos de títulos de grandes dimensiones con los que deleitarnos en una buena sala de cine. Fríos rascacielos de oficinas presentan los títulos de una película en la que acompañaremos a un joven y odioso ejecutivo en su misión de encontrar y traer de vuelta a uno de los peces gordos de su empresa, el cual parece haber perdido el juicio en un excepcional balneario de los Alpes suizos.

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El cuidadísimo aspecto visual de La Cura del Bienestar no es fruto del azar. Verbinski utiliza el encuadre de manera excepcional a través de un formato arriesgado pero acertado (1.66:1) que rememora el panorámico europeo de antaño (ha sido rodada en Alemania, cuna del género de terror) para mostrar mucho más de lo que a simple vista somos capaces de captar: la distorsión de la realidad fruto de la paranoia; la delgada línea que separa y une lo bello de lo turbio; el metafórico e inevitable trayecto hacia un túnel colmado de oscuridad, el impulso sexual que guía y ciega a los hombres…todos los elementos que construyen esta gótica catedral pueden llegar a condensarse en únicos y preciosos planos, como aquél en el que vemos como un tren acerca a nuestro protagonista a su horripilante destino.

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La lluvia de referencias comienza pronto y no parece tener fin: la narrativa gótica de Bram Stoker y Edgar Allan Poe; la concisión visual de Kubrick; o la paranoia incesante de Polanski; ayudan al director estadounidense a edificar una obra que, pese a confluir en su acuífero tal cantidad de afluentes referenciales, se levanta por sí misma como una personal y majestuosa pesadilla donde todo busca resucitar el clasicismo de un género abocado al efectismo contemporáneo de sustos vacíos, tanto de contenido como de interés.

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Un atípico tirabuzón mortal en el que la tensión y la locura se estiran durante dos horas y media, hasta desembocar en un tramo final en el que su verdadera condición de cuento de terror clásico toma forma consciente y se apodera del film, de sus ideas y de su aspecto formal. La locura que habita en Shutter Island (2010) se entremezcla con el fantástico tenebroso de La Cumbre Escarlata (2015), por citar dos referentes cercanos, para ofrecer una malsana ópera que se atreve a ser delirante hasta su irónico plano final.